Haciendo Tierra: Primera Toma

¡Qué hermoso es el laberinto de la vida! Empiezo a escribir esta columna sobre el equilibrio entre la vida digital y la vida analógica, sobre el bienestar y me encuentro en una computadora conectada a la misma red a la que más de 3,500 millones de usuarios se conectan en el mundo.

Debo decir que, en mi caso, todo empieza en notas sobre papel, escritas a veces con lápiz, a veces con tinta y que el proceso puede incluir algunos trazos en acuarela. Pero al final, para que esto llegara hasta tus ojos, debió someterse a su inevitable digitalización.

Me gusta mucho pensar en el ser humano como una mera circunstancia cósmica, casi un accidente entre motas de polvo de estrellas, donde todo dura tan poco y es tan relativo que no hay nada lo suficientemente relevante como para  pasar un sólo segundo de mal humor. Aún así, con frecuencia me percato de que un insignificante pensamiento, cuyo nacimiento fue producto de la mínima actividad sináptica de unas poquitas neuronas en mi cerebro, me puede provocar días enteros de un humor digno de un perro rabioso.

Qué fácil es pensarlo, pero en el día a día, la vorágine y el ritmo de vida me pueden hacer perder de vista la verdadera talla que guardan las cosas. Entonces todo parece mayúsculo y a veces sin solución. El clásico caso del ahogado en un vaso de agua. Hasta en un vaso medio lleno o medio vacío según su optimismo.

De entrada, sé, porque me consta, que mi bienestar depende de mí y solo de mí. Y aunque podríamos ponernos a discutir eso de “bienestar”, voy a ponerlo desde un principio en términos más repelentes a la retórica y hablar de esa innegable sensación de “avanzar” que todos conocemos bien. La sensación que hace de motor detrás del inexplicable comportamiento festivo, lo que nos hace ir silbando por la calle, tararear una melodía aún en la lentísima fila del banco, saludar a un extraño, considerar sumarse a una campaña de abrazos gratis, hablar con las plantas, sentirse extrañamente libre, con ganas de aletear fuerte los brazos para volar o explotar en carcajadas a la menor provocación. La conocemos todos, al menos los que contamos con una mente medianamente sana, como que, también todos, pasamos por la etapa infantil.

Y es que siendo niño, uno está en la cumbre de la vida analógica, la vida digital no tiene la menor importancia. No se ha generado la relación con el “qué dirán” y la inocencia nos mantiene unos años a salvo del temor al ridículo y hasta del pudor.

Las cosas van cambiando con los años y alguien, generalmente con un poco más de edad y de malicia, nos viene a hablar de la verdadera identidad de Melchor, Gaspar y Baltazar, rompiendo así el encanto y sumándose a la inmensa lista de momentos que nos convertirán en náufragos de la inercia de las dinámicas sociales. Empezaremos a conocer el riesgo de que la opinión de un absoluto desconocido, probablemente ocioso y en el inicio de su pubertad, expresada en los comentarios de una vieja publicación de Facebook, nos puede robar la paz.

La tendencia global habla de un exponencial aumento en el uso de recursos digitales, de tecnologías que no consideran sentimientos ni emociones, de procesos de telecomunicación cada vez menos personales. Y ahí vamos todos, con más o menos estilo, pero todos. Usuarios, desarrolladores, proveedores o clientes, por encima de cualquier estilo de vida, la era digital marca un momento tan histórico como histérico. Estamos más interesados en la vida de cualquier pseudo celebridad que tuvo un millón de vistas en un video de Youtube, que en el entendimiento de cómo se cocinan nuestros propios sentimientos y emociones.

Pero esta raza humana, como hemos visto, se distingue por su necia capacidad de sobrevivir hasta a sí misma. Casi sin darnos cuenta diseñamos nuestras propias balsas salvavidas y hacemos por guardar un equilibrio, o al menos, por conservar la opción a la mano para cuando ya hayamos tenido suficiente.

Tras la llegada de la vida sedentaria, de los trabajos de 40 horas a la semana sentados en el mismo lugar, de los espacios citadinos que nos inhiben de tener un contacto con la naturaleza o que nos limitan a caminar distancias máximas como la que hay de tu baño a la puerta de tu auto, de tu auto a tu oficina y para de contar; el cuerpo humano exige movimiento y la mente, navegando en las ideas de una sociedad de consumo, interviene con inventos como la bicicleta sin ruedas, la máquina de remar que no flota o la caminadora que no te lleva a ningún lugar lejos de una televisión, todas grandes ideas para cubrir tan dañinas carencias. Todas, máquinas que encuentras en tu gym favorito.

En esta misma dinámica, la vida digital ha traído de vuelta, sin planearlo mucho, usos y costumbres que habían juntado más polvo que una enciclopedia en una escuela para ciegos.

¡Entonces la gente está volviendo a tejer! “Abuelita, ¿Dónde guardas tus agujas y tu estambre?” Instagram está inundándose de fotos de hombres saliendo a perderse en el bosque para pulir sus habilidades de supervivencia. Facebook se llena de recetas de infusiones con hierbas que tú mismo cosechas en la azotea, de cuadernos de papel artesanal cosidos a mano y llenos de intentos de caligrafía dignos del Rey Arturo.
¡Todos a bordo del tren llamado “Hágalo usted mismo”! ¡Este tren va a partir! Asegúrese de traer consigo sus más rústicas herramientas para tallar un tronco y convertirlo en una canoa.

Naturalmente, buscamos equilibrio. Supervivencia. Tal cual.

La era digital no está como para satanizarla. No hay bueno ni malo. Existen consecuencias tras cada decisión. Desde mi humilde punto de vista, eso es todo. Consecuencias. Pero si tu decisión es vivir haciendo amigos en Facebook que nunca verás en persona, dando “likes” a publicaciones que sólo alimentan tu envidia, cultivando inspiración al consumir tutorial tras tutorial y por ello encontrarte sin tiempo para hacer ninguna de las cosas que se te antojó hacer. Entonces debes saber que la consecuencia puede ser un desastre, a menos que tu abuelita encuentre pronto esas agujas y ese estambre y te enseñe a hacer el punto básico.

Este es un día perfecto para contar tus horas de vida digital y hacer un contrapeso con actividades meramente analógicas. Equilibrio es el nombre del juego. Equilibrio para la contentura.